Al momento de cumplir casi 24 años y medio de mi llegada a Cuba y 20 efectivamente vividos como misionero en esta parte más occidental de la Isla, se me pide escribir algo acerca de mi trabajo, si así se puede decir, de historiador, sobretodo de esta cabecera de la Diócesis de Pinar del Río y sus parroquias.
Ante todo les confieso que me gusta más ser llamado: “Padre, padre misionero”, que “Historiador”. Y siempre me preocupé que esta segunda tarea en la que la suerte me quiso involucrar, no fuese en detrimento de la primera; siempre busqué que mis deberes de sacerdote y misionero ocupasen el primer lugar. La historia que he escrito fue escrita a mi manera y a mi modesta medida.
Reconozco que estoy lejos de cumplir con todos los parámetros del historiador que agudamente señalara ya en el siglo XIX José de la Luz y Caballero: “Fuera de la imparcialidad, que es su base, se requieren en el historiador las más variadas y aun contrapuestas dotes, ha de ser éste profundo estadista, severísimo lógico y perspicaz discriminador, conocedor no ya del corazón sino de todos los corazones, tan ardiente en el sentimiento como dramático en la exposición; pero templados sus ardores y contenidos sus arranques por el hielo y el freno de la suprema emperatriz: la razón….”.
No tengo títulos académicos, ni listas de premios y galardones para exhibir. Simplemente tuve y tengo todavía pasión por la Historia y lo verdadero y educativo de la Historia, con una predilección especial por los humildes y olvidados protagonistas de la historia cotidiana y he querido contribuir en llevar a la luz lo olvidado de ella por indiferencia o prejuicio, aquellos que Eduardo Torres Cueva define como “los espacios oscuros de la historia y la sociedad”.
La segunda tarea de mi misión en Cuba la empecé (tal vez como para ejercitarme en el uso del castellano, idioma que comencé a aprender a los 49 años de edad) cuando en 1998 – 99 escribí algo sobre la historia de la parroquia de San Diego de los Baños, en ocasión de una obra de reparación que se hizo de la Iglesia, afectada por un ciclón. Yo era entonces Cura párroco de Los Palacios y San Diego de Los Baños.
Siguió después la historia de la parroquia de Jesús Nazareno de Los Palacios. Parece que Mons. Siro apreció ambos esfuerzos y él mismo me encargó sucesivamente escribir la historia de la diócesis de Pinar del Río en ocasión, en el año 2003, del centenario de la erección de la misma.
Desde entonces era él quien, terminada la redacción de la historia de una parroquia, me encargaba la de otra y en una ocasión, me dijo: “¡Tú no debes irte de Cuba sin antes haber terminado la historia de todas las parroquia de esta diócesis!”. Eso me hizo reír, como si fuera una broma, un milagro imposible.
Al contrario ahora puedo decirle a Mons. Siro que ya cumplió 90 años: “Monseñor: el milagro se ha cumplido, he escrito las últimas de alrededor de 5 mil páginas sobre la historia de esta Diócesis y sus parroquias. Sólo una reducida cantidad de ellas, cuando usted era Obispo de Pinar del Río, tuvieron el honor de ser impresas y publicadas; la mayor parte, por un conjunto de dificultades, limitaciones, etc. todavía están guardadas en la computadora del Obispado. Pero estoy contento, y sé que usted está contento, por haber completado este arduo trabajo, naturalmente no sin límites y defectos”.
Todo eso me ha exigido sacrificios, riesgos, humillaciones; pero son los frutos que nacen de este surco los más merecedores delante de Dios y los que también nos dan mayor satisfacción. Las fuentes que empleé para este trabajo han sido sobre todo los Libros de Sacramentos de los archivos parroquiales, otros muchos que fui leyendo y numerosas personas que he entrevistado.
A propósito, el milagro al cual aludía es la suma de tantos otros pequeños milagros de Dios, entre los cuales quiero mencionar por lo menos tres: el milagro de no haber sufrido nunca un accidente o haberme quedado parado en la carretera durante mis innumerables viajes de ida y vuelta a las varias parroquias de la diócesis, con un carro en precarias condiciones.
Otro milagro es haber conservado la vista de mis ojos y la salud de mi pulmones después de tanto replegarme sobre miles y miles de páginas polvorientas, carcomidas por el comején; paginas en gran parte manuscritas hace tres siglos o poco menos; algunas con una caligrafía espléndida —una verdadera obra de arte— otras, sin embargo, con caligrafías diminutas, manchadas, desteñidas, torcidas e ininteligibles. Muchas veces tuve la impresión de ser el primero en leerlas después de un siglo, y el último en cerrarlas porque, al ejecutar estas operaciones, se agrietaban o se volvían casi migajas.
El milagro, en fin, de la perseverancia hasta el final, superando cierto desaliento por el desinterés ajeno por mi trabajo, por verlo demorar en el olvido, la inutilidad, tal vez tristemente destinado a la nada.
Por último mi trabajo historiográfico resultó una sana ocupación, sobre todo en más de un año de pandemia del coronavirus, que nos obligó a quedarnos durante mucho tiempo encerrados en nuestra casa. Este tiempo y esta penosa situación Dios, que sabe sacar el bien hasta del mal, me dio la gracia de transformarlo en tiempo oportuno para intensificar y llevar a conclusión esta tarea.
Pues en esta etapa terminé de leer, resumir y organizar el contenido de 19 tomos del Archivo del Obispado que guardan más de 800 expedientes. Contenido que enriquece la historia particular de nuestra Diócesis, sus Obispos, sus sacerdotes y laicos comprometidos, pero también la Historia en general de la Iglesia Católica en Cuba en los últimos 100 años.
Cierta cantidad de estos expedientes, me permitió redactar además una historia más documentada y detallada de la construcción de la Catedral de San Rosendo y de los dos cementerios de la ciudad, como también añadir otros interesantes detalles relativos a la historia de la parroquia principal de la ciudad pinareña.