Infamia contra Pablo Antonio

(Relato basado en hechos reales)

por:Carlos Andrés Tundidor Grande

Cuídate de no hacer llorar a una mujer, a un anciano, un desvalido, un pobre…, porque Dios siempre cuenta sus lágrimas.

A cuestas lleva setenta y pico de años y el perenne arrastre de una pierna inmovilizada por una rígida estructura de metal y cuero que ha de portar; no obstante, imponiéndose al dolor y cansancio, apenas se sienta. Su vista, devanándose entre el desenfoque y la bruma, producto de la catarata, le entorpece todos sus quehaceres, incluido el andar; pero sus ojos no cesan. Tampoco se mueven ágilmente sus manos que adolecen de insuficiente flexión en las falanges; sin embargo, articulan todo el día. Sólo Dios sabe con cuántos achaques más carga Pablo Antonio que no ha sido hombre de lamentarse de su mala suerte ni de acogerse, asido de un sillón, al subsidio y la caridad.

Día a día, tras un sueño mayormente tenso, Pablo Antonio se incorpora antes del primer albor. Serán entonces las cuatro y treinta o las cinco de la madrugada, momento en que, en su trajín inicial, devenido en rito, se aplica al forraje de su extremidad inferior izquierda con aquel inflexible andamiaje. Nadie escucha, a esa hora, el clamor de sus quejidos. Así, achacoso, pero henchido de fe, consigue dar los primeros pasos. ¿Cuántos en su lugar, jóvenes y con salud, pero dominados por la abulia, se resisten al abandono del lecho? Mas, Pablo Antonio ya está en pie, presto a afrontar sus quehaceres con el llano propósito de merecer, dignamente, el sostén de la familia y el abasto de un sinfín de vecinos suyos que adquieren, en su casa, en un mostrador improvisado, algunos insumos alimentarios como arroz, frijoles, harina de maíz, malanga, calabaza, ajo, cebolla y especias. El asunto es que Pablo Antonio ha resuelto, ajustándose a sus padecimientos, fundar aquí su trabajo, que sostiene con infinito tesón; pero también con cautela y miedos; pues, aunque justo, no tiene licencia que le ampare legalmente, porque sólo se les otorga a quienes ejercen la actividad de modo ambulatorio sobre una carretilla que han de empujar (¿…?). ¡Qué más quisiera él…!

Para llegar hasta su área de despacho –una especie de entablado angosto que simula un mostrador-, has de penetrar, directamente desde la calle, por la reducida puerta de una habitación suya, aledaña e independiente, que alguna vez hubo de ser un garaje. Furtivo tras un recodo, desafiando las inflexibles normas prohibitivas, lo hallarás -comedido y servicial- atendiendo a sus clientes. Allí muchos satisfacen algunas de sus necesidades y obtienen complacencia, de ahí que le prefieran, soslayando a otros sitios donde habitualmente son agraviados, a ojos vista, por maltrato y hurto, ejercidos bajo las faldas de un infalible aval.

Concluida la jornada, si llegas a su casa, halará la puerta totalmente hacia adentro, y te invitará a pasar con una amable sonrisa, a la que no renuncia, a pesar de todo. Enseguida te brindará mil atenciones mientras tu vista, reconociendo el interior del domicilio, tropezará con su escaso confort. Notarás muebles destartalados y envejecidos que no consiguen llenar todos los espacios. Allí no hay relucientes mosaicos, cerámica o granito; el piso es cementado y pulido con mezcla de diferentes pigmentos donde predomina el marrón; eso sí, lustroso a fuerza del esmerado trapeo efectuado, desde tiempo atrás, hasta el desgaste. Si observas, en las paredes no hallarás un perfecto acabado ni tampoco buena pintura. Sus electrodomésticos, circunscritos a lo más necesario, prácticamente raspan en la obsolescencia. En fin de cuentas, quien husmee demasiado sólo podrá inferir su condición de humildad plena, que se vislumbrará, tan sólo, con enfrentarse a la persona de Pablo Antonio y ver su sencillo y desgastado atuendo; eso sí, sin mugre ni tufos; siempre limpio como su alma.

Un incierto día, si mal no recuerdo, del año 2011, se detuvo frente a su casa un ómnibus. Por la escalerilla comenzaron a descender personas en ordenada hilera, hasta contarse veintidós y allí, en la acera, se aglomeraron. Entretanto, dos de ellos, apartándose, avanzaron hasta la discreta entrada del punto de venta y, muy circunspectos, le dieron los “buenos días” a Pablo Antonio, sin mirarle a los ojos, pues, suspicaces, emprendieron, antes, un reconocimiento visual a través del interior del recinto. En segundos, escudriñaron paredes, techo, un ángulo filoso de la cocina visible al descuido, el mostrador, la pesa, los insumos y por último la persona de Pablo Antonio. Entonces, pidieron permiso para entrar y, carnet en mano, se identificaron como inspectores estatales. La consabida pregunta, de respuesta unipolar y mezcla de sarcasmo e inquisición, se lanzó a bocajarro:

– ¿Tiene, usted, licencia para ejercer la actividad que realiza? – Preguntó el inspector jefe con pronunciación calmosa, pero enfática, de esas que pretenden encubrir la falsa ingenuidad de la pregunta.

Pablo Antonio, como hace toda persona sabia y digna, se limitó a responder con sinceridad y no hizo ninguna otra consideración, tampoco pidió clemencia. Se ofreció como el árbol que entrega su madera para que el hacha obtenga su cabo. A una seña del superior, entraron los veinte restantes al estrecho recinto. Ropa de moda, relojes de marca, perfumes, celulares android, atractivos portafolios y miradas por encima del hombro, invadieron el recinto. Al punto, comenzaron con la pesquisa y el papeleo para el decomiso.

Consumados los hechos, en casa de Pablo Antonio no dejaron insumos ni para el almuerzo, como tampoco dinero para adquirirlos. Además, se le desposeyó de la pesa, de las cucharas de despacho, y demás medios de trabajo, incluidas las tablas sueltas y maltrechas que conformaban el mostrador. Sólo quedó, vibrante sobre un taburete, una notificación de multa por valor de mil quinientos pesos en moneda nacional con la exposición de los términos para pagarla; entretanto la comitiva se marchaba, henchida por haber cumplido, a cabalidad, con su deber “patrio”. 

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