Homilía de la toma de posesión de S. E. Mons. Jaime Ortega Alamino como Obispo de Pinar del Río

S. E. Mons. Mario Tagliaferri, Pro-Nuncio Apostólico en Cuba de Su Santidad el papa Juan Pablo II.

Venerados hermanos en el Episcopado.

Autoridades civiles.

Mis queridos sacerdotes, religiosos y religiosas.

Amados hijos, miembros del Pueblo de Dios de esta diócesis de Pinar del Río.

Queridos hermanos todos:

Con cuánto buen deseo y santo temor, al mismo tiempo, vengo a esta querida diócesis de Pinar del Río para tomar posesión como pastor de esta porción del Pueblo de Dios. Esto equivale a decir que vengo a ocupar la Cátedra del Amor y la Misericordia, que vengo a poner toda mi vida, mi tiempo, mis fuerzas, mi pobre persona, a la disposición de ustedes. Mis queridos pinareños, su Obispo viene a tomar posesión del primer puesto de servicio, de sacrificio, de entrega y de trabajo en esta Iglesia de Pinar.

Por eso comienzo por confiarme a sus oraciones; pidan insistentemente al Señor, por intercesión de nuestra Madre, la Santísima Virgen de la Caridad, Patrona de Cuba, que este pobre servidor de ustedes sea totalmente fiel a su misión.

La misión del Obispo, según la etimología de la palabra latina «episcopus» de dónde proviene, es la de “vigilar”. Quizás pudiera resultar un poco molesto al hombre de nuestro tiempo, al cristiano adulto de hoy, la presencia de alguien que está “para vigilar”.

Pero detengámonos brevemente a analizar la naturaleza de la vigilia que ejerce el Obispo sirviéndonos de la imagen bíblica tomada del Libro de Isaías que escuchamos en la primera lectura de la misa de hoy (Cap. 52,  vv 7 y 8). Allí el Profeta indica al Pueblo el gozo de sus vigías que ya divisan sobre los montes al “mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia…”.

Queridos hermanos, con la Iglesia del II Concilio Vaticano el Obispo debe ser un vigía que alza hacia los horizontes del mundo su mirada de gozo y esperanza.

La mía se eleva ahora hacia estas montañas pinareñas, se detiene en sus valles hermosos y en sus vegas serenas, en todo lo que el mismo Dios Padre ha puesto de maravilloso en esta zona de Cuba y en lo que las manos del hombre están haciendo por ella, pero además de disfrutar del paisaje natural, grandioso, y de apreciar el fruto del trabajo del hombre en la nueva fábrica, en la escuela de reciente construcción, mi mirada de Pastor se hace más penetrante y llega a sus propios hogares y se fija en cada uno de ustedes, mis queridos cristianos.

A través de ustedes veo sus parroquias o sus pequeñas capillas, veo a los grupos de jóvenes o a los enfermos e impedidos que no pueden estar ahora aquí con nosotros, veo tanto a los que en forma activa y abnegada atienden a las comunidades cristianas, como a ese número grande de católicos de fe sencilla que cada domingo llegan con sus hijos en brazos para pedir el bautismo… que se hacen presentes en las fiestas principales de la Iglesia y que no dejan de rezar con devoción en sus casas, que mantienen un profundo espíritu cristiano de unión en sus familias y de ayuda al prójimo, que cuentan con Dios para todo en sus vidas y que encomiendan a los suyos a Dios a la hora de la muerte.

El Obispo es el vigía que descubre en cada uno de estos hombres o mujeres o niños o ancianos, a un mensajero de la paz que trae la buena noticia de la salvación y que nos dice “tu Dios es Rey” (Is. 52, 7).

Este es, pues, el modo sublime de vigilancia que ejerce el Obispo; no vigila solo para censurar o advertir; vigila, ante todo, para ver la huella de Dios en los montes, en los valles, en el corazón de los hombres y así alertar con gozo a su pueblo, a fin de que ellos también “vean cara a cara al Señor” (Is. 52, 8), que está en medio de los que Él ama.

Sí, es misión del Obispo estar atento para descubrir este anuncio de paz, no sólo en el pueblo católico, sino también en nuestros hermanos cristianos de otras Iglesias y en nuestros hermanos que no profesan ninguna fe religiosa, pues donde quiera que se obra el bien, o se procura la felicidad de los hombres, o se lucha por la justicia y la verdad, hay un anuncio del Reino de Dios y de esto se alegra también el vigía.

Y es que la misión del Obispo le viene dada por la naturaleza misma de la iglesia de Jesucristo.

Intencionalmente quise dirigir mi mirada de Pastor a católicos y no católicos, a creyentes y no creyentes, porque la Iglesia, amadísimos hermanos, no está en medio de los hombres como una asociación que pretendiera sus propios fines, despreocupándose del bien total de la Humanidad.

La Iglesia es una gran familia que ha sido “constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo” (L. G. c 1) y está dotada de “los medios adecuados, propios, de una unión visible y social” (L. G. c 2). Al frente de una porción de esta familia está puesto el Obispo.

Pero esta sociedad que es la Iglesia no hace su camino sola a través de la Historia, “avanza juntamente con toda la Humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo”. (G. S. c 40).

Para esto empuña el Obispo su báculo de Pastor, para instar a los fieles a andar, a incorporarse a la marcha común de toda la Humanidad, y para recordar a todos los hombres el sentido trascendente de esta marcha.

Es cierto que “la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social; el fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana”. (G. S.  c 42).

Cuando el Obispo, interpretando el sentir de la Iglesia y hablando en nombre de ella, exhorta a los cristianos, ciudadanos de esta tierra a “cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico” (G. S. c 43); cuando dice a los jóvenes que sean leales e íntegros; cuando recuerda las profundas motivaciones que la fe cristiana da a la familia para mantenerla unida y feliz; cuando advierte a las jóvenes parejas la seriedad del matrimonio y la responsabilidad que contraen en la transmisión de la vida; cuando habla, en fin, de sacrificio, de espíritu de servicio al hombre y a la sociedad, de amor incondicional al prójimo… En todas estas ocasiones el Obispo está procurando que la Iglesia preste, a través de sus hijos, una ayuda franca al dinamismo humano.

Es verdad que esta compenetración entre lo terreno y lo eterno “solo puede percibirse por la fe” (G. S. c 40). Pero debemos reflexionar todos en lo que nos dice al respecto el mismo Concilio Vaticano II: “al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no solo comunica vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el mundo entero, en cierto modo, el reflejo de su luz”. (G. S. c 40).

Si es cierto que es necesaria la fe para valorar rectamente las motivaciones profundas de los cristianos y la acción sacramental de la Iglesia, no es menos cierto que los frutos de esta acción y los efectos de estas motivaciones pueden constatarse en hechos auténticos de amor y bondad.

Así contribuyen los cristianos al Bien total de la humanidad y como el bien es uno solo, todos lo compartimos y nos regocijamos en el.

Lo creemos firmemente: el mensaje de Jesucristo vivido por aquellos que lo confiesan como Dios y Señor o inspirando con su elevación moral a los hombres de buena voluntad, es una fuente inagotable de bien para la comunidad humana. Y aquí me atrevo a citar las palabras del papa Juan Pablo II, hablando a la Pontificia Comisión Justicia y Paz el 11 de noviembre pasado. Dice el Santo Padre: “Jesucristo no es ni un extraño ni un competidor. No hace sombra a nada auténticamente humano, ya sea la persona o sus varios logros científicos y sociales”. Y en otra parte del mismo discurso dice el Sumo Pontífice: “Vivimos en unos tiempos en que todos deberían impulsar y empujar a la «apertura”. (L.O.R. edición española. 26 de noviembre de 1978. p.57).

Me parece pues, queridos hermanos, que ha quedado bien sentada la naturaleza de esta función episcopal, que no debe entenderse nunca como el cuidado de los fieles, mantenidos en coto cerrado y ajenos al quehacer de todos los hombres, sino como la guía amorosa del Pueblo de Dios, en solidaridad con todos los hombres por el camino de Dios.

Con el Concilio Vaticano II expusimos el espíritu de apertura que debe animar nuestro ministerio episcopal, que es el mismo de la Iglesia postconciliar; con el Santo Padre hemos instado a que esta «apertura» sea practicada por todos.

Animados por estos sentimientos de amplia comprensión y franca hermandad, bajo la mirada amorosa de Dios y de María Santísima, doy comienzo a mi Ministerio Episcopal en esta diócesis de Pinar del Río. A todos los pinareños, católicos y no católicos, creyentes o no, pido humildemente que acepten mi sincera amistad.

Y ahora quiero dirigirme de modo muy personal a esta querida grey pinareña que el mismo papa Juan Pablo II me ha confiado.

En primer lugar a estos leales y fieles sacerdotes que son mis más cercanos colaboradores. Recuerden que ustedes, que “han sido llamados para servir al pueblo de Dios, forman junto con su Obispo un solo presbiterio… en cada una de las congregaciones locales de fieles, representan al Obispo, con el que están confiados y animosamente unidos”. (L. G. c 28).

Conozco muy bien su fidelidad y amor a la Iglesia, mis queridos amigos, y desde mi puesto de servicio quiero hacer mío este programa que la Constitución Lumen Gentium  del Concilio Vaticanos II nos propone escuetamente: “El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes, sus cooperadores, como hijos y amigos, a la manera en que Cristo a sus discípulos, que no los llama siervos, sino amigos”. (Jn 15,15) (L. G. c 28).

Sepan, queridos sacerdotes, que la primera apertura que deseo es la de las puertas de mi casa y de mi corazón a todos y cada uno de ustedes, sean diocesanos, religiosos o miembros de una sociedad de vida común. Y en esto, como en muchas otras cosas, quiero seguir el ejemplo de mi predecesor. 

Lo mismo digo a las queridas religiosas que participan activamente del apostolado en esta diócesis, sea en la catequesis de niños y adolescentes, en las visitas a los enfermos o en tantas otras más… Estén también seguras de encontrar siempre en el Obispo a una migo cercano y fraternal.

A los laicos, especialmente a los que dan parte de su tiempo libre a algún trabajo eclesial, ya sea en el apostolado seglar o en cualquier actividad pastoral, como cuando llevan la Palabra de Dios a sus hermanos necesitados; a todos quiero reiterarles mi apoyo espiritual, mi ayuda y mi gratitud. Pueden tener por cierto que encontrarán siempre en su Obispo la acogida, la voluntad de escucharlos y la comprensión propias de un padre.

Y a mis amados hijos católicos de cualquier parte de esta diócesis de Pinar del Río: recuerden que el Obispo es, ante todo, un sacerdote, aquel que es más plenamente sacerdote y que, además de su oficio de regir la porción que le ha sido confiada de la Santa Iglesia de Cristo, tiene también el oficio de enseñar y santificar: “El Obispo, por estar revestido de la plenitud del Sacramento del Orden, es el administrador de la gracia del supremo sacerdocio”. (L. G. c. 26).

Y en el Decreto Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los Obispos, el Concilio Vaticano II insta a los pastores a que “trabajen para que todos aquellos cuyo cuidado les ha sido encomendado sean unánimes en la oración y en la recepción de los sacramentos, crezcan en la gracia y sean fieles testigos del Señor”. (Decreto Christus Dominus, c. 15).

Por lo tanto, queridos hijos, vengan a que el Obispo los enseñe y los aconseje, a que oiga sus confesiones y los oriente espiritualmente. Vengan los jóvenes y los menos jóvenes; el Obispo es Padre de todos. El pastor quiere conocer a sus ovejas y ciertamente irá a buscarlas, pero vengan ustedes también, porque si no lo hacen, este pobre sacerdote, que durante quince años no ha hecho otra cosa que enseñar, aconsejar, consolar, se sentiría como desolado, al pensar que su misión es interpretada al modo de la de un gran regente, ocupado siempre en cosas importantes.

Ustedes, cada uno de ustedes, son mi asunto más importante. Sus vidas, sus almas, sus penas, sus preocupaciones, son mis primeras cuestiones que resolver.

“En la persona de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice Supremo, está presente en medio de los fieles”. (L. G. c 21). Por eso les digo humildemente en nombre de Jesús: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados y yo los aliviaré”.

Vengan también a compartir mis preocupaciones por esta Iglesia pinareña, la primera de todas; que surjan vocaciones al sacerdocio en nuestra Diócesis. Vengan, en fin, a comunicar sus alegrías y sus esperanzas a su Obispo; él también tendrá un instante para alegrarse con ustedes.

Mis queridos hijos, les prometo que no voy a extrañar ni las playas de mi provincia ni las suaves colinas que rodean a mi ciudad de origen, ni su bahía ancha y bonita. Pero si me faltaran ustedes: muchachos, muchachas, hombres, mujeres, ancianos queridos, entonces sí me sentiría nostálgico, pero no de cosas, sino de almas; porque para ustedes soy Obispo, para ustedes soy Padre y Pastor. Ayúdenme, pues, en esta inmensa tarea con su oración filial y con su activa presencia.

Que Dios los bendiga. Amén.

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