Cambian los tiempos y cambian las sociedades, porque cambian los hombres en su fútil e interminable intento de construir el cielo por ellos mismos. Generación tras generación, sin que haya, no obstante, nada nuevo bajo el sol, los seres humanos van mudando las corrientes de pensamiento en un incesante devenir de ideas. Todo ello influye en el lenguaje, dado que su función es eminentemente reveladora, al ser instrumento de comunicación interpersonal (es imposible que al comunicar no revelemos al menos algo). Pero, así como es imposible que ningún idioma vivo permanezca inalterable, es tan imperativo para aquellos que creemos que el único Dios verdadero, revelado en Jesucristo, ha consignado Su Palabra en las Sagradas Escrituras, hacer todo lo que esté a nuestro alcance, por la gracia y con el auxilio del Espíritu Santo, para que el sentido verdadero del discurso de Dios siga resonando en todo el orbe, atrayendo a los que oyen Su voz para formar la Iglesia.
Vivimos en tiempos peligrosos para la Fe. Las grandes revoluciones se han opuesto al cristianismo, tratando de desarticularlo y relegarlo al olvido. Ya estábamos advertidos: “Los reyes y gobernantes de la tierra se rebelan, y juntos conspiran contra el Señor y su rey escogido” (Sal 2,2). Y este es el saldo que nos han dejado: por un lado, el ateísmo; por otro, el igualitarismo religioso. A pesar de cuánto se nos machaca para que lo creamos, el ateísmo verdadero no existe. Todos los hombres creen en algo, aunque sea en algo tan absurdo como “el mejoramiento humano” o “que al fin todo —por sí mismo— estará bien”. El ateísmo institucional es, por tanto, solamente una amalgama sin ton ni son de todas las creencias de los hombres. Y si cada ser humano no iluminado por la gracia de Dios es, desde el punto en que cree en algo que no sea el Dios de la Biblia, revelado en Jesús, un fabricante de ídolos, el Estado que aúna todas las creencias de los hombres es la más espantosa fábrica de ídolos que existe, una especie de Panteón donde cada cual puede adorar a su manera al dios de su preferencia. Cuando el Estado se erige en dios, reclama que se crea en su proyecto como la verdadera salvación objetiva, desterrando al plano del subjetivismo todo otro sistema de creencias. De ahí que, al relativizar todo lo demás, trate de imponer el igualitarismo religioso, declarando que todas las religiones son iguales porque resuelven la subjetividad del individuo. Un individuo perfecto, desde el punto de vista del Estado moderno, sería aquél que, manteniendo su religión –cualquiera que fuese- para el plano estrictamente personal, sin ningún impacto exterior, apoyara con todas sus fuerzas el proyecto social estatal, esperando de él toda su salvación. Porque el deseo de todo grupo, sociedad o Estado no permeado lo suficiente por el Evangelio es sumarnos a su intento de construir un paraíso sin Cristo como piedra angular, en el cual dicho grupo, sociedad o Estado estará en el centro de todas las cosas, ocupando el lugar del único Dios. En el mundo moderno, se evidencia la tendencia creciente de que cada ciudadano fije sus ojos sobre todo en el Estado como la maquinaria que resolverá todos sus problemas. Como cubanos, no estamos exentos de ello. Tenemos que aprender que esperar toda nuestra salvación en Cristo es saber que Él nos llevará a buen término, y es, ante la ocurrencia de cualquier dificultad, fijar en primer lugar nuestros ojos y plegarias en Él, antes que en cualquier otra cosa creada. Lo contrario, es idolatría. La Iglesia no tiene por qué esperar en ninguna institución o cosa creada, por el contrario, es ella la que suministra la esperanza a todos (2 Cor. 6,10).
Así que, mientras la verdadera iglesia se empeña, como columna que es y baluarte de la verdad, en predicar la pura Palabra de Dios, existen otras fuerzas cuyo único objetivo es subjetivarla y relativizarla, para que todos los que no pertenecen a Cristo adoren, en última instancia, al Estado, y, en él, a los grupos sociales, ideologías y modos de vivir que él representa. La verdad, no obstante, es objetiva, y Cristo es la Verdad. Cristo está vivo (estuvo muerto, es cierto, y Su cadáver descendido de la cruz fue sepultado) pero volvió a la vida, no en los corazones de los creyentes, ni en el plano de las ideas ni de ninguna otra manera que lo haría solamente un recuerdo, sino que está real y objetivamente vivo. Es cierto que el alma, luego de la muerte, sigue existiendo, y en cierto modo está “viva”, sobre todo si hablamos de alguien que había sido salvado por Jesucristo y ya disfrutaba espiritualmente la vida eterna. Pero nunca se diría de alguien que haya muerto que está vivo, en toda la extensión de la palabra, a menos que se hubiese levantado de los muertos mediante la reunión de su cuerpo y alma. Cristo no está vivo en el corazón de nadie solamente, Él está realmente vivo. Nuestro testimonio personal o interior no son el fundamento de nuestra fe, sino la Palabra de Dios, las Sagradas Escrituras, centro de la Tradición de la Iglesia. Si nadie creyese en Su resurrección, aun así Cristo seguiría vivo, del mismo modo que si el mundo fuese un planeta de ciegos sentados a la sombra, aún el sol seguiría calentando y dando luz, aunque ninguno de los hombres creyese en su existencia. De igual modo Cristo resucitó históricamente, está realmente vivo, y regresará a consumar todas las cosas. Y esta es el fundamento de la Fe verdadera.
La religión cristiana no es, entonces, la suma de las creencias de ciertos hombres, que serán verdad para cada uno de los que las crea, sino el relato de las cosas que realmente han sucedido, las cuales siguen siendo verídicas, como hechos históricos que son, aunque todos y cada uno de los hombres y sistemas se empeñaran en negarlos. Nuestra esperanza no se basa en fábulas o historias con moralejas para hacernos mejores personas o seres “más humanos”, sino en que hemos sido informados de lo que Dios ha hecho y que ha ocurrido en nuestro mundo, y en que aguardamos lo que Dios nos ha advertido que ocurrirá. Vivimos en la tensión de la esperanza: lo que ha sucedido es anticipo y anuncio de lo que será, y, por tanto, no viene algo que comenzará a ocurrir, sino el fin de un proceso que ya se está desenvolviendo: aguardamos un completamiento.
Esto nos lleva al asunto de la naturaleza de nuestra esperanza. Ésta ha sido despojada de todo contenido, de todo el empuje que en manos del Dios omnipotente la llevaría a ser el motor que nos impulsara a correr sin descanso hasta alcanzar la estatura de Cristo. Ahora se nos quiere hacer creer que no pasa de ser un anhelo personal. En estos días cuando alguien dice: “Tengo la esperanza de que….”, o “la esperanza es que…” lo que quiere decir no pasa de “deseo que ocurra…”. Incluso las iglesias no conservadoras se suman a este juego, hablando de “esperanza para el pueblo” mientras niegan la ocurrencia histórica de la resurrección o las señales milagrosas del Señor como invenciones y exageraciones literarias que los cristianos antiguos fraguaron. Ahora bien, si la resurrección corporal del Señor, sus señales milagrosas, Su Ascensión y Su pronto y glorioso retorno son solamente invenciones de los clérigos del siglo I, ¿con qué fin lo hicieron? ¿qué ganaron con ello? Porque predicar tales verdades solo les atrajo de las autoridades judías y romanas persecución, pobreza y ser llevados al suplicio y a la muerte (la Iglesia atesora un glorioso catálogo de mártires). Y no sólo a ellos, sino que durante casi tres siglos los cristianos fueron perseguidos y muertos por afirmar estas verdades. El testimonio histórico, pues, evidencia que toda la verdadera Iglesia a una, desde los apóstoles, ha creído en todo lo arriba dicho, y, como tenían por fundamento de su esperanza la vida eterna en el reino que el Señor llevaría a plenitud a Su regreso, perseveraron en ella a pesar de las persecuciones del imperio Romano. Ésta es la verdadera y única esperanza del pueblo, la que no defrauda e impulsa a renovar todas las cosas para Cristo. Ésta es la medicina que cura y enriquece, todo lo demás solamente enmascara los síntomas; por eso el ateísmo institucional, que la desecha, lleva a los hombres y a los pueblos a la más honda miseria espiritual.
Vivimos en el peligro de la banalización del Reino de Dios, de su reduccionismo. La secularización y el falso “humanismo”, que son esencialmente anticristianos, despojan a nuestra Fe, y por ende a la esperanza, de lo único relevante. Así, la mayor parte del mensaje público de las iglesias cubanas no pasa de predicar valores cristianos y lo que no es sino consecuencia de la obra de Cristo, como si fuera independiente de Cristo mismo. Así, por ejemplo, en la Navidad, el maravilloso mensaje “Dios Se ha hecho hombre mortal para hacer de los hombres muertos en pecado nada menos que hijos del Dios viviente y herederos de la vida eterna y el mundo venidero”, ha sido substituido por el absurdo sonsonete de “alegría, alegría, paz en la tierra…”. Como si esto último fuera posible sin aquello. Y el Cristo de quien se habla, si se lo menciona, no es el que, dando Su vida y recobrándola de nuevo como primicia de la resurrección de los redimidos, renueva todas las cosas para que, una vez que nos quite la última sobra de pecado, brillemos como antorchas en el Reino de Su Padre, sino uno que se limita a recibirnos tal como somos para que, siguiendo así, seamos felices; no es ni siquiera presentado como un padre que nos educa para hacernos mejores, sino como un abuelito que todo lo disculpa y nos ofrece un caramelo a escondidas. Para la mayoría del mundo Cristo murió en la cruz sólo para darnos una palmada en el hombro y decirnos: “sigue así, todo estará bien”; Dios es reconocido sólo en la medida en que beneficie al hombre y lo ayude en sus proyectos, no importa cuáles sean. Y esta blasfemia es lo que nos venden como la verdadera esperanza.
Pero si la esperanza —una de las tres virtudes teologales— se basa en la verdad de la resurrección de Cristo, que irradia su luz dando nuevo sentido a todo el pasado y a todo el futuro, cuando se hace de ella un subjetivismo de autoayuda “para el pueblo”, un analgésico para la conciencia, lo que se logra en realidad es quitarle al mismo pueblo la Única Esperanza que existe, porque Cristo resucitado es nuestra esperanza de gloria[1], la garantía de que seremos levantados del sepulcro para vivir junto a Dios.
En la Biblia la esperanza es más que un buen deseo de algo que nos beneficiaría. El sentido de “esperar” no es tanto anhelar como aguardar. Mientras que el anhelo es el deseo de que algo bueno, necesario o beneficioso pueda ocurrir, aguardar se refiere a un hecho que ciertamente tendrá lugar. Quien espera que llegue la noche no se limita a desear que oscurezca, sino que aguarda el momento en que ciertamente oscurecerá.
La Iglesia de Cristo es una iglesia esperante[2]. Aguarda que se realicen en la Historia el resto de las cosas que Dios dijo que Él haría y que ciertamente ocurrirán. Marchamos hacia el Gran Día del Señor, cuando culmine lo que empezó en la Resurrección y estemos a plenitud en el Reino por siempre jamás. Vivimos de la esperanza, respiramos, comemos y bebemos esperanza[3], y porque lo hacemos, no vivimos de un sueño nebuloso o de un buen deseo, ni siquiera de un ideal de lucha, sino de la realidad de las cosas que van a suceder, escritas y conducidas por la mano del mismo Dios. El cristiano no es un soñador de utopías de mejoramiento humano, de interminables luchas por la solidaridad o por construir por nuestros propios esfuerzos el Paraíso, ni de otra cualquiera; es uno que, con los ojos abiertos por el Espíritu Santo espera pacientemente que Dios transforme a este mundo en el Paraíso prometido, uno que vive en la realidad del reinado de Cristo sobre todo el orbe mientras se empeña con todas sus fuerzas por cumplir su sacerdocio: atar de nuevo por la Palabra todas la Creación a Cristo, mientras Le ruega que sus esfuerzos en cumplir la voluntad del Padre contribuyan a la restauración de todas las cosas. No se droga con ideologías, sino vive la realidad de la obra omnipotente de Dios en el mundo. Así que, cuando confesamos en el Credo que “esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero”, no expresamos un mero deseo de que ocurra la resurrección, no es un “ojalá”, sino que lo que se implica es “estamos a la espera de lo que interiormente sabemos que ocurrirá: la resurrección de los muertos y la vida del siglo inminente”. Así como confianza es el nombre de lo que se tiene al confiar, esperanza denota lo que se tiene al esperar/aguardar. Nuestra esperanza es la espera del ciudadano que, habiendo escuchado por la radio que el ciclón que se le viene encima acaba de pasar por el pueblo vecino, se prepara adecuadamente. Se espera lo que se sabe.
Pero sucede que el Enemigo no quiere que recordemos esto, porque si nos acordáramos de la realidad de lo que sabemos que ocurrió y de lo que sabemos que ocurrirá, de que Dios sigue siendo tan omnipotente como cuando creó el universo y que todo absolutamente coopera para que se complete en nosotros la restauración que el Espíritu Santo ha comenzado (Fil. 1, 6), la Iglesia recobraría el impacto formidable de los primeros siglos, mientras que a los anticristos institucionales que rigen la sociedad les interesa una iglesia que relegue su cristianismo al plano subjetivo y personal, con una fe y dogmas aguados, que sean lo suficientemente inocuos para no transformar las personas y las estructuras, quiere que los dos testigos estén muertos en las calles de Jerusalén (Apoc. 11, 8) y que no incomoden con su predicación a nadie. Le interesa, en fin, hablar de los valores que el cristianismo ha enseñado al mundo entero, pero suprimiendo al Señor, que es el único que los puede hacer una realidad. El Enemigo nos ha mentido, haciéndonos pensar que lo real es lo que vemos, y que por tanto el Cristo corporalmente resucitado a la diestra del Padre es una mera idea, una ideología más. Pues bien, tenemos que recordar respecto a esto que Jesús nos salvó para vivir “no mirando las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Cor. 4, 18). Nuestro Dios invisible es infinitamente más real que todo lo que nos rodea[4], y Su Palabra, aun lo que todavía no ha ocurrido, es más cierta que todos los libros de Historia juntos, porque cada uno cuenta la Historia a su manera, manipulando los hechos consciente o inconscientemente de acuerdo a su ideología e intereses, pero Dios cuenta la Historia, aun la que no ha ocurrido, como realmente es.
En la Epístola a los Romanos (8, 22-25), san Pablo afirma: “Sabemos que hasta ahora la creación se queja y sufre como una mujer con dolores de parto. Y no solo sufre la creación, sino también nosotros que ya tenemos el Espíritu como anticipo de lo que hemos de recibir. Sufrimos intensamente esperando el momento en que Dios nos adopte como hijos, con lo cual serán liberados nuestros cuerpos. Y en esa esperanza hemos sido salvados. Ahora bien, si lo que se espera está ya a la vista, entonces no es esperanza, porque ¿a qué esperar lo que ya se está viendo? Pero si lo que esperamos es algo que aún no vemos, con constancia hemos de esperarlo”. Estas palabras pueden tomarse como el resumen de la esperanza cristiana 1) como meta: la restauración de todas las cosas en Cristo; y 2) como actividad de espera: aguardar que ocurra. Nadie aguarda con paciencia, manteniendo el gozo mientras sufre (Rom. 12, 12), algo que no sabe si pasará, por el contrario, es la plena seguridad de la ocurrencia del hecho lo que permite a la persona que sufre tener paciencia y mantener la alegría. Y precisamente esta seguridad de la ocurrencia es otra de las virtudes teologales: la fe, como nos recuerda san Pablo en Hebreos 11, 1: “Tener fe es tener la plena seguridad de recibir aquello que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos”. Además, en estas palabras (Rom 8, 22-25) se encuentra el motivo de entusiasmo, fuerzas y alegría (en resumen, de esperanza en el sentido subjetivo) de todo cristiano: que por fin llegue el momento futuro en que toda la Creación (y nosotros con ella) sea liberada del yugo del pecado y resplandezca siendo el Paraíso de Dios; y hallamos también qué es la esperanza objetiva: la espera paciente y laboriosa de todo cristiano que le comunica a los que no lo saben que estas cosas tendrán lugar pronto, y que el Señor Jesús es el único que las hará realidad para Su Iglesia.
Así pues, tenemos que recordar la historicidad de las cosas que creemos, la realidad del señorío del Cristo vivo y Su obra constante en favor nuestro, la objetividad de la compañía y acción del Espíritu Santo: ésta es nuestra esperanza, aquello que anhelamos y aguardamos. Despojémonos, entonces, de esas falsas pseudo-esperanzas raquíticas que la sociedad y el consejo de cada grupo o individuo quieren imponernos, que no son más que un “ojalá”, un quizás, un anhelo de que ocurra algo mejor que nos facilite la vida en este mundo, un analgésico que calla el dolor, pero que no nos cura. Acojamos, por el contrario, la ESPERANZA cristiana, un aguardar trabajando para que todo lo creado se rinda al señorío de Cristo, la espera gozosa de que ocurrirá lo que Dios ha dicho, lo que interiormente creemos y que comunicamos al esparcir la Buena Noticia: que Jesús, Dios y hombre verdaderos, Creador, Salvador y Sustentador del universo, murió, resucitó corporalmente y está por llegar con Sus santos a restaurar este mundo caduco en un Paraíso donde morará para siempre con Su Iglesia para siempre jamás. Maranatha! Así sea.
[1] Col. 1, 27
[2] Así lo afirma san Pablo cuando resume en qué consiste la vida del cristiano en 1 Tes. 1, 8-10.
[3] No en vano el Espíritu Santo, nuestro hálito de vida eterna, es llamado “arras” o “anticipo” (2 Cor. 1, 22; 5, 5; Ef. 1, 14), y cada vez que bebemos de la copa lo hacemos aguardando el día en el que mismo Señor “la beba nueva con nosotros en el reino de su Padre” (Mt. 26, 29).
[4] ¡Y llevamos sabiéndolo por siglos! Recordemos lo que san Anselmo y otros ilustres Padres nos enseñaron.