Por Raúl Arderí SJ
Te damos gracias,
Padre fiel y lleno de ternura,
porque tanto amaste al mundo
que le has entregado a tu Hijo,
para que fuera nuestro Señor y nuestro hermano.
Él manifiesta su amor
para con los pobres y los enfermos,
para con los pequeños y los pecadores.
Él nunca permaneció indiferente
ante el sufrimiento humano;
su vida y su palabra son para nosotros
la prueba de tu amor.
(Plegaria eucarística Vc)
Los obispos cubanos aprobaron hace menos de un año el Plan Pastoral para la Iglesia Católica en Cuba 2023-2030. Este documento pertenece ya a una tradición que, desde hace más de 30 años, elabora a partir de un proceso de planificación participativa un proyecto para todas las diócesis y comunidades de la isla por un periodo de tiempo. El actual Plan nació en un contexto particular. A nivel universal, la Iglesia Católica se encuentra sumergida en un proceso sinodal que busca recuperar el rol activo de todos los miembros del Pueblo de Dios en su vida y su misión. A nivel nacional, nos enfrentamos a la crisis económica, política y social más grave de los últimos decenios, lo cual reclama una mirada y una respuesta de desde la fe en Cristo Señor. Ambos contextos, entrelazados, son el punto de partida indispensable para comprender el actual documento. En este artículo pretendemos analizar el Plan Pastoral mostrando sus posibilidades, así como algunos peligros que pudieran aparecer en su desarrollo. Primero intentaremos responder a algunos cuestionamientos que se hacen a la planificación pastoral en general y a este Plan en específico. Luego intentaremos mostrar la unidad de sus contenidos y por último nos detendremos en el modo sugerido para implementarlo.
1. Algunas aclaraciones importantes
Al inicio de estas reflexiones sobre el actual Plan Pastoral quisiera detenerme en algunas preguntas que escucho con frecuencia y que, siendo sincero, yo mismo me he puesto ocasionalmente. Creo que en cada una de ellas existe el deseo de contribuir positivamente a la vida y la misión de nuestra Iglesia cubana, y por lo tanto pueden ser el punto de partida de un debate enriquecedor. Estas preguntas, y otras semejantes, podrían motivar discusiones honestas en los encuentros que organicemos para dinamizar el Plan Pastoral en nuestras comunidades y diócesis.
¿Por qué la Iglesia Católica en Cuba necesita un Plan Pastoral? ¿Han dado algún fruto los anteriores planes que hemos tenido? ¿No es demasiado irreal proyectar nuestra acción pastoral hasta el 2030, cuando muchas veces vivimos ante la incertidumbre de lo que sucederá mañana?
Dos razones fundamentales justifican la presencia de un Plan Pastoral en nuestro contexto. En primer lugar, la fragilidad institucional de nuestra Iglesia con respecto a otras Iglesias católicas del continente. Unido a ello, la práctica religiosa entre nosotros tampoco se asemeja a la de otras realidades vecinas, lo cual ya se podía apreciar en los años 50 del siglo XX y hunde sus raíces en la débil evangelización de la etapa colonial[1]. Frente a este hecho, es lógico que la misión eclesial busque poner en común recursos materiales y de personal, en vez de disgregarnos en muchas iniciativas apostólicas sin conexión. La segunda razón, a mi juicio, la más importante, es el estilo de Iglesia que desarrollamos en las décadas de los 60’, 70, 80, etc. Si algo nos caracterizó en este pasado, no tan lejano, fue el conocimiento interpersonal y muchas veces familiar entre laicos y obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, ya sea en una misma comunidad, diócesis e incluso a nivel nacional. Este hecho, que indiscutiblemente era posible por el reducido número de fieles, constituía una inmensa riqueza que permitía elaborar proyectos comunes y tener un horizonte amplio de la misión eclesial que nunca puede ser definida como “mía” o “tuya”, sino como “nuestra”. Hoy las circunstancias han cambiado y nuestras comunidades son mayores y más diversas. El Plan Pastoral puede servir como un instrumento (entre otros) para fomentar este estilo de comunión y fraternidad que constituye uno de los tesoros más valiosos de la Iglesia cubana.
Una de las reacciones más frecuentes entre nosotros ante la presentación de cualquier planificación es el escepticismo, que tiene su origen de la frecuente incongruencia entre la realidad que experimentamos y los discursos oficiales. La Iglesia no es ajena a este fenómeno que invade prácticamente todas las esferas de la vida. Por ello, es imprescindible tomar en consideración este obstáculo si no queremos que la apatía aborte el actual Plan Pastoral antes de nacer.
Para ser honestos, debemos reconocer que muchas veces comenzamos proyectos pastorales con una gran energía y poco a poco estas van mermando hasta desaparecer. Tampoco estamos acostumbrados a evaluar lo que se había planificado, ni a preparar pasos concretos con responsables bien identificados para poder desarrollar cada etapa del recorrido. Si estas condiciones básicas no se dan a todos los niveles (parroquia, vicaría, diócesis, conferencia episcopal), entonces es muy probable que nuestros planes pastorales sean bellos documentos que no logran todo el impacto que se proponen. Un ejemplo concreto de esta realidad es el deseo de instituir y organizar los ministerios laicales. Ya en el 1986, el documento final del Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC) proponía implementar en Cuba estos ministerios y tal objetivo aparece desde entonces como un mantra en numerosos proyectos y también en el actual Plan Pastoral (líneas de acción de la Conversión a la participación). A pesar de constatar esta necesidad, todavía no contamos a nivel nacional con criterios claros para el reconocimiento de las personas que puedan desarrollar estos servicios, ni con un programa de formación para los mismos. No es de extrañar entonces que su concreción depende de la buena voluntad de los pastores o de los recursos formativos de cada lugar. Casi 40 años después de finalizado, el ENEC sigue siendo una asignatura pendiente en nuestra Iglesia, que sería inimaginable sin el trabajo pastoral de los laicos y sobre todo de las laicas.
En tercer lugar, nuestras comunidades y sus agentes de pastoral: catequistas, obispos, sacerdotes, religiosas, etc., se enfrentan (al igual que el resto de nuestro pueblo) al dilema de dónde invertir las energías limitadas que tenemos, en los asuntos urgentes o en aquellos más importantes. Frente a esta encrucijada, podría parecer que un Plan Pastoral del 2023 al 2030 es demasiado pretensioso ante las exigencias concretas del día a día y por lo tanto prescindible. El peligro de la actitud, que se concentra exclusivamente en resolver las dificultades inmediatas, es perder el horizonte hacia el que queremos caminar. A la larga este comportamiento nos condena a enfrentar una y otra vez los mismos problemas urgentes, precisamente porque evitamos buscar sus causas y solucionarlas de raíz. Como escribía el Dr. Roberto Méndez en el año 2021: “las tremendas carencias en el terreno económico y sus ecos en la sociedad parecería desaconsejar cualquier plan para estos tiempos. Pero, de todos modos, hoy o mañana, el trimestre que viene o el año próximo, tendremos que hacer algo para no seguir en la oscuridad y saber dónde estamos y a dónde es necesario ir, lo otro sería improvisar a ciegas, o encerrarse en ‘lo de siempre’, aunque tales actitudes desperdician energías y paralizan las más saludables iniciativas”[2].
Después de exponer estos argumentos, creo que las preguntas iniciales pueden ser transformadas en otras dos interrogantes más pertinentes. No se trata de cuestionar la idoneidad de tener o no un Plan Pastoral, sino de reflexionar si el actual proyecto responde a las necesidades del momento que vivimos y, en caso afirmativo, buscar cómo podríamos implementarlo.
2. Partir de la realidad, con una mirada de fe
El ícono inspirador del presente Plan Pastoral es la parábola del buen samaritano que se hace prójimo del hombre asaltado y tirado al borde del camino (Lc 10,25-37). Con esta elección la Iglesia cubana reconoce dos cosas. En primer lugar, se constata la difícil realidad de nuestro pueblo, que atraviesa la crisis más grave de los últimos decenios con una carga casi insoportable de cansancio, agobio, desesperanza y desidia (6)[3]. Nuestras comunidades no son ajenas de esta dramática situación. Sus agentes de pastoral y sobre todos sus fieles comparten estas fragilidades que repercuten al interno de su vida (8). En segundo lugar, la parábola evangélica es una llamada a la compasión y una invitación a la acción. Mientras que los primeros que encontraron al herido era hombres dedicados al culto, especialistas en temas religiosos (11), el que verdaderamente cumplió la voluntad de Dios fue aquel que era considerado como hereje para los judíos (12). También nosotros, los hombres y las mujeres de fe en Cuba hoy, tenemos la tentación de dar un rodeo y no reconocer a los heridos que vamos encontrando en nuestras calles, aulas de repaso escolar, comedores parroquiales, oficinas de Cáritas, hospitales, prisiones, etc. Quizás porque atenderlos, escucharlos y buscar entre todos soluciones a sus problemas puede comprometernos y “complicarnos” la vida. No es casual que la llamada fundamental y el objetivo general de este Plan sea la “conversión” (20-24) que es inseparable del “cambio”, en un contexto donde al menos oficialmente se bloquea todo intento de transformación efectiva. En este sentido es oportuno recordar que una de las fórmulas litúrgicas del bautismo nos invita a renunciar a Satanás, es decir a paralizarnos por creer que “ya estamos convertidos del todo” y a “quedarnos indiferentes frente a las injusticias, por cobardía, pereza, comodidad o ventajas personales”.
La imagen del buen samaritano no es únicamente una invitación a la acción social, sino que desencadena un dinamismo que incluye este aspecto y es mucho más abarcador. Se trata de un cambio radical de nuestra idea de Dios, del culto, de la religión, de la Ley y de la relación con el prójimo (10). Lo que implica este ícono bíblico es considerar a los heridos que encontramos al borde del camino de la vida como puntos de referencias por encima de cualquier otro criterio, y desde esta prioridad organizar la misión eclesial. Personalmente, creo que la reciente declaración “La confianza suplicante”, del Dicasterio de la Doctrina de la Fe sobre la bendición pastoral de las personas en situaciones irregulares, parte precisamente de este presupuesto[4].
En la tradición de la Iglesia encontramos a menudo una interpretación de esta parábola que ve en Jesús al verdadero buen samaritano que se acerca a la humanidad herida y la carga sobre sus hombros. La comunidad cristiana es, como consecuencia, el lugar de la acogida y del cuidado de este herido, que recibe de su Señor el encargo y los medios para atenderlo “hasta que Él vuelva”.
El Plan Pastoral no ofrece simplemente una invitación genérica a la conversión, sino que concreta este elemento en tres llamadas fundamentales: la comunión y la fraternidad (25-29), la participación (30-33) y la misión (34-38). Evidentemente en ello hay un reflejo del actual proceso sinodal que vive toda la Iglesia, y que en nuestro país sirvió de material inicial para elaborar este Plan. Entre nosotros estas llamadas son ingredientes que aportan un sabor particular al estilo de Iglesia que deseamos construir, porque creemos que de esta manera podremos contribuir a sanar nuestra sociedad herida. La llamada a la comunión, que nace de la diversidad, y a la fraternidad entre todos los nacidos en esta tierra, nos permitirá responder a una cultura que tiende a la uniformidad y al individualismo del “sálvese quien pueda”. La llamada a una participación efectiva en los procesos de decisión y en la vida eclesial, es el mejor antídoto contra la imposición y la obediencia ciega que acaba matando las mejores iniciativas personales y es una verdadera tergiversación de la autoridad. La llamada a la misión es la dinámica opuesta al ensimismamiento de una comunidad que olvida su tarea de anunciar la Buena Noticia a todos y poco a poco se convierte en un gueto. Por ello es incapaz también de dialogar con otros y reconocer cómo el Espíritu está soplando fuera de sus límites institucionales. En esta invitación a la misión podemos valorar la fragilidad de nuestra Iglesia como una oportunidad para colaborar humildemente con todos los hombres y mujeres de buena voluntad que buscan tender una mano y levantar a nuestro pueblo herido (15).
3. La palabra a las comunidades
Lograr los objetivos de nuestro Plan Pastoral dependerá tanto de la idoneidad de las tres llamadas fundamentales como del modo de llevarlas a la práctica. Siguiendo la intuición del anterior Plan 2014-2020 “Por el camino de Emaús”, el actual no incluye las acciones concretas que se deben realizar, lo cual sería prácticamente imposible ante la diversidad de realidades de nuestras comunidades. Esta decisión también brinda una oportunidad a cada contexto particular para que asuma el protagonismo de su ejecución. La tarea del discernimiento de las prioridades y las acciones concretas corresponde a cada diócesis, parroquia, grupo pastoral, comisión diocesana, etc., y por lo tanto cada una de estas realidades debe ser animada y acompañada en este camino. La novedad de este Plan es la propuesta de una metodología concreta, llamada la conversación espiritual, para realizar estos encuentros (anexo 1).
Sería ingenuo pensar que la metodología de la conversación espiritual por sí sola es la solución para tomar las mejores decisiones. Por ello, el Plan sugiere también momentos específicos de oración personal y comunitaria inspirados en la figura del buen samaritano, pidiendo la gracia para responder con valentía y generosidad ante los heridos de Cuba hoy (10-19 y anexo 2). También son imprescindibles momentos de formación teológica, diálogo y debates, sobre las implicaciones pastorales de las tres llamadas fundamentales. Por ello, cada una de estas llamadas contiene una motivación inicial para provocar estos espacios, cuya fuente primordial es la eclesiología del Concilio Vaticano II.
El jesuita español José García de Castro enumera algunos frutos que se pueden obtener de la conversación espiritual. En primer lugar, la comunicación profunda y personal favorece el conocimiento de los interlocutores, sobre todo de su vida espiritual y de cómo Dios trabaja en el corazón de cada persona. Este conocimiento puede aumentar el entendimiento y la comprensión del otro, limar asperezas y ser la antesala del perdón en casos necesarios. También la conversación espiritual aumenta el afecto entre los miembros del grupo y con ello la cohesión del mismo. Esto repercute favorablemente para desarrollar una misión compartida. Cuando el resultado final de este ejercicio es la toma de decisiones, todos los miembros se implican con mayor facilidad en su ejecución. Por último, este espacio es una escuela de fraternidad, al ubicar a todos sus participantes como iguales sin que prevalezcan distinciones entre ellos. ¡Cuánto bien nos haría recuperar estos encuentros donde podamos escucharnos con respeto y decir lo que pensamos sin miedo y en un ambiente de confianza! Si hacemos habitual este estilo de participación horizontal y fomentamos este sentimiento de pertenencia eclesial, ya comenzaríamos a sanar muchas de las heridas que sufrimos desde hace varias décadas.
Por otro lado, no basta con preparar en cada comunidad y diócesis encuentros de planificación donde todos sus integrantes, o un grupo de representantes de cada parroquia, decidan cuál línea de acción priorizar en cada momento y qué actividades se podrían realizar para conseguirlo. Esto sería un paso significativo, pero es necesario también poder evaluar con serenidad el camino realizado y compartir los avances y las dificultades que vamos encontrando en el desarrollo del mismo. ¿Por qué no pensar en un encuentro nacional de obispos y laicos, sacerdotes y religiosas involucrados en este proceso que sirva para tomarle el pulso y al mismo tiempo proyectar los pasos futuros? ¿Por qué no soñar una instancia periódica de participación como fue el Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC)?
A modo de conclusión
Dios ha querido que su Iglesia en Cuba peregrinara en medio de este pueblo que a inicios del siglo XXI atraviesa una de sus crisis más profundas. Somos pocos, pobres y frágiles. Compartimos la misma vulnerabilidad de nuestra gente, sus angustias y desesperanzas, pero confiamos en la fuerza de la vida entregada por amor, que no es otra que la potencia salvadora de la cruz. Sabemos que Dios nunca abandona a su pueblo y que su última palabra sobre este mundo y también sobre nuestra isla será una palabra de salvación, porque Él mismo ya la ha anticipado resucitando a su Hijo de la muerte. Como en la parábola del Evangelio podemos pasar de largo ante este pueblo herido, podemos incluso ignorar que nosotros compartimos estas mismas lesiones y acostumbrarnos a “sobrevivir” con ellas. Pero también podemos optar por buscar entre todos cómo levantar al que está tirado al borde del camino. No nos faltará para ello el auxilio del Espíritu que atiende la plegaria de toda la comunidad cuando suplica en la eucaristía:
“Danos entrañas de misericordia
frente a toda miseria humana,
inspíranos el gesto y la palabra oportuna
frente al hermano solo y desamparado
ayúdanos a mostrarnos disponibles
ante quien se siente explotado y deprimido.
Que tu Iglesia, Señor,
sea un recinto de verdad y de amor,
de libertad, de justicia y de paz,
para que todos encuentren en ella
un motivo para seguir esperando.”
(Plegaria eucarística Vb)
[1] Un estudio de la Agrupación Católica Universitaria de 1954 reveló que el 72,5% de los encuestados se declaraban católicos. De ellos, el 27% admitían que nunca habían visto un sacerdote y solamente asistían frecuentemente a la misa dominical el 24% (17,4% de toda la población).
[2] https://www.arzobispadosantiagodecuba.org/2021/08/27/la-iglesia-cubana-y-el-camino-sinodal-iv/
[3] En el presente artículos nos referiremos a los numerales del actual Plan Pastoral citándolos entre paréntesis.
[4] https://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2023/12/18/0901/01963.html#es