por: Pablo Socorro León
Cuando descendió en el puerto de New Orleans, luego de una larga y penosa travesía en el vapor que le trajo desde Marsella, François Antommarchi se vio atrapado en el embrujo de una ciudad llena de luz, música y olores desconocidos, y caminó decidido a una nueva vida donde podría relegar al pasado el fantasma implacable de su compatriota corso Napoleón Bonaparte.
Corría el año 1825, y ya New Orleans era el cuarto puerto más importante del mundo de una nueva nación que se formaba en un crisol de lenguas y culturas. Un país donde comenzar de cero, a sus treinta y seis años y cualificado con avanzados conocimientos de oftalmología y medicina general, especialmente en anatomía humana.
Nacido en el pueblo de Morsiglia en Córcega, el 5 de julio de 1789, año de la Revolución Francesa, se graduó a los 19 años de Filosofía y Medicina en la Universidad Imperial de Florencia, Italia, donde elaboró dos importantes Atlas del cuerpo humano y llegó a ser rector de la cátedra de Anatomía, amén de investigar las causas y efectos de las enfermedades tropicales conocidas por entonces y profundizar en sus estudios sobre la catarata y lesiones de los ojos.
Aventurero por naturaleza, Antonmarchi dejó la seguridad del claustro académico para enrolarse en el cuerpo médico del ya casi derrotado ejército imperial, y fue en el sangriento sitio de las tropas francesas a la ciudad de Zaragoza donde atendió y le salvó la vida al joven oficial español Juan de Moya, quien muchos años después, ascendido a General y a gobernador de Santiago de Cuba, le recibió con los brazos abiertos en esa ciudad.
Dejaba atrás dos años de penurias en otra isla, Santa Elena, un peñasco brumoso cercano a las costas africanas, donde los ingleses habían recluido a Napoleón tras derrotarle en la batalla de Waterloo. Poco dado a la disciplina militar que regía en la residencia del Emperador en la isla, Antommarchi solía con frecuencia soltar comentarios mordaces que enervaban a un ya de por sí irritable Napoleón.
El 5 de mayo de 1821, tras certificar la muerte del hombre que hizo temblar a Europa, y cumpliendo su última voluntad, le realizó la autopsia. Una disección que terminó en desmembramiento, pues algunas de las diecisiete personas presentes se llevaron de recuerdo partes del cadáver, desde el pene hasta las muelas.
Muchos señalan que su ensañamiento con el cadáver de Napoleón fue en venganza por haber sido el único del séquito napoleónico que no recibió nada de la menguada herencia del emperador. Otros, que habiendo participado de un complot para envenenarlo lentamente con arsénico diluido en los medicamentos que le daba, permitió el reparto de sus órganos y embalsamó el cadáver —de hecho, cuando nueve años después exhumaron a Napoleón para trasladarlo a Francia se vio intacto el cuerpo— para esconder sus actos. Análisis de laboratorios especializados de varios países han encontrado fuertes dosis de arsénico en los mechones de cabello de Napoleón repartidos por el mundo. El gobierno francés nunca se ha interesado por conocer a fondo la verdad, y mientras, el Gran Corso duerme el sueño eterno en la capilla museo de Les Invalides, en el corazón de París.
En su baúl de viaje, Antommarchi atesoraba un cargamento de reliquias del Gran Corso, desde partes conservadas de su cuerpo, varios mechones de su cabello, hasta pedazos de la sábana sobre la cual le hizo la autopsia. Y la mascarilla original que le tomó en yeso, a las dos horas de muerto, que logró sacar a escondidas de la isla mientras todos estaban ocupados en los preparativos del funeral.
El médico corso estuvo varios años en New Orleans y aunque no le fue del todo mal, tampoco estaba camino a enriquecerse, como aspiraba a esa altura de su vida. Su carácter compasivo le llevaba a atender a más enfermos pobres que a los ricachones de la ciudad. Tampoco podía dedicarse por completo a su principal tarea: estudiar cuerpos humanos para conocer sus secretos y poder operar con éxito determinadas dolencias. En una ciudad donde predominaba la religión vudú —muchos preferían consultarse con una bruja antes que con un médico—, era complicado conseguir cadáveres para diseccionarlos en aras de la ciencia.
En 1835 se trasladó a México, donde diarios de la época señalan que vivió varios años y practicó numerosas operaciones de catarata, pupilas, y fístulas lagrimales en los hospitales de Ciudad de México, Durango, Guadalajara y San Luis de Potosí.
A instancias de su primo Benjamín Antommarchi y Chigneaux, hacendado cafetalero en las lomas de El Cobre, se trasladó a La Habana a principios de 1837. Luego de cinco meses atravesando la isla a caballo, llegó por fin a Santiago de Cuba, donde su amistad con el Gobernador Juan de Moya le abrió las puertas a lo más selecto de la sociedad santiaguera. Empero, Antommarchi dedicó buena parte de su tiempo a atender a los ciudadanos más humildes y a insistencia suya se abrió la primera Casa de Socorro de la ciudad, en las calles Gallo y Toro, donde atendió gratis a los pacientes más pobres.
Pionero en la cirugía oftalmológica en la isla, realizó con éxito varias operaciones de catarata, entre las que se cuentan la que le practicó a finales de 1837 a la Marquesa de las Delicias del Tempú. Cinco años atrás, el rey Fernando VII le había concedido el marquesado a Don Bartolomé Portuondo y Rizo, Regidor del Ayuntamiento de Santiago. Antommarchi llegó a establecer una gran amistad con los Portuondos —el padre de la cantante Omara Portuondo era bisnieto de los marqueses—, una de las familias más adineradas de la Isla.
Cuando una epidemia de fiebre amarilla asoló a Santiago de Cuba, el médico no dejó de atender a pacientes afectados y estudiar la enfermedad, una de sus pasiones a su paso por New Orleans y México. Como era de prever, cayó enfermo y falleció el 3 de abril de 1838, a los 57 años de edad.
Inicialmente, el gobernador Juan de Moya quiso enterrarlo en la bóveda de su familia, pero dada la estatura de Antommarchi le fue imposible. Fue entonces que la familia de los marqueses prestó su nicho en el viejo Cementerio aledaño a la iglesia de Santa Ana. Sobre el pecho depositaron una pequeña caja, por lo que algunos especulan que en ella se encontraba el corazón o el pene de Napoleón. Allí estuvo hasta que en 1868, cuando se demolió Santa Ana, fueron trasladados a un nicho en el nuevo camposanto de Santa Ifigenia. En la lápida de mármol reza una leyenda que dice: «Osario de los Marqueses de las Delicias de Tempú. Clausurado a perpetuidad». Una tarde de 1986, un comando militar —los Ninjas Negros como les llamó Manuel el sepulturero— abrió la tumba y se llevó algo parecido a un pequeño cofre.
En 1994 se abrió de nuevo el sepulcro para que el médico legal santiaguero Antonio Cobo Abreu —que según indicios hoy vive en Miami— realizara el análisis forense de los restos de Antommarchi.
En su testimonio señala que “se había incluido entre los restos de la familia Portuondo una caja rectangular de plomo de 70 x 40 cm, sellada y sin identificar y en la que solo aparecían las siglas EPD. Después de identificar la identidad de los cadáveres allí recogidos, unos 15 entre niños y personas de avanzada edad, todos pertenecientes a la raza europoide, procedimos a la apertura de la caja que guardaba mayores proporciones en comparación con las restantes, en cuyo interior se observaron múltiples estructuras óseas bastante bien conservadas a pesar de la gracilidad, evidenciadoras de que habían correspondido a un individuo europoide, de aproximadamente 50 años, y que medía al morir 1,92 metros y reposaba allí hacía más de un siglo”.
«Los restos mortales del célebre facultativo —agrega por último el investigador santiaguero— fueron barnizados para su preservación, colocados en una caja metálica soldada y depositados nuevamente en el osario de la familia Portuondo, a la entrada del cementerio de Santa Ifigenia».
Buen epílogo para un hombre al que aún hoy la Historia no sabe cómo juzgar: un médico entregado a su ministerio, o el asesino de Napoleón Bonaparte.