El amor de Pilar y José Saramago

Todas las noches Pilar recorría la casa, recogiendo los relojes para alejarlos lo más posible de sus oídos. El ruido la martirizaba y no la dejaba dormir.

Hasta que José le dijo: –»Ya no vas a tener que hacer más tu excursión nocturna. Voy a dejar que los relojes se vayan parando. No voy a darles más cuerda». Días después, la tomó de la mano y la llevó, reloj por reloj.

–»¿Ves? Ninguno hace ruido –le dijo él, feliz como un niño. Todos marcaban la misma hora: las cuatro. –¿Por qué las cuatro? –le preguntó Pilar. Él la miró:

–Porque es la hora en que nos conocimos»

Pilar era una periodista cuando llegó a sus manos Memorial del convento, el primer libro que leyó del escritor. Tanto la conmovió, y la movió, que tuvo la reacción natural: correr a una librería a buscar otro libro del mismo autor. Estaba traducido El año de la muerte de Ricardo Reis.

Lo leyó, lo comentó en sus programas de televisión, lo reseñó en la prensa. Pero no fue suficiente: quería conocer al autor de esas páginas.

Buscó el teléfono de Saramago y lo llamó a Lisboa.

Soy su lectora –le dijo–. Voy a Portugal; quisiera conocerlo.

No le pidió una entrevista. Solo quería agradecerle el haberla hecho mejor persona al leer sus libros.

Saramago estaba acostumbrado a que los periodistas lo llamaran con la misma petición. No tuvo problema.

Quedaron de verse en el Hotel Mundial –donde ella se iba a hospedar–, el 16 de junio de 1986. A las cuatro de la tarde.

Salieron del hotel a caminar por el cementerio dos Prazeres, por el monasterio de los Jerónimos, en busca de los pasos de Fernando Pessoa. Al despedirse, intercambiaron sus datos. No más.

Ambos se quedaron con algo rondándoles, que Saramago recordaba así: –»Tuvimos la misma sensación: yo había encontrado a esta mujer y ella había encontrado a este hombre».

Se escribieron algunas cartas más o menos formales hasta que en una de ellas él le dijo: “Si las circunstancias de tu vida lo permiten, me gustaría, puesto que voy a Barcelona y a Granada, acercarme a Sevilla para encontrarnos”.

Pilar le respondió que sí, que las circunstancias de su vida se lo permitían. Se vieron. Y a partir de ese momento no se separaron.

Era 1988. «Pilar apareció cuando era necesaria. Cuando me era necesaria a mí. Tengo muchas razones para pensar que el gran acontecimiento de mi vida fue haberla conocido», dijo José.

Cuando se conocieron, él tenía 64 años. Ella, 36. Veintiocho años de diferencia que para algunos podía ser mucho, pero no era un tema entre ellos.

La única diferencia que reconocían era que ella era mujer, él, un hombre. En lo demás sabían compartir la forma de estar en la vida.

Pilar se convirtió en la traductora al español de las obras de Saramago. Nunca había trabajado en eso, ni sabía portugués, pero un día su traductor habitual: Basilio Lozada, apareció frente a ellos con gafas oscuras y bastón y les dijo que se estaba quedando ciego.

–Qué pena –le dijo Pilar. Y le agregó que a partir de ese momento, entonces, la traducción corría por su cuenta. Lo decidió con el mismo ímpetu que le pone a todo en la vida.

Aprendió el idioma leyendo a Saramago en su lengua original y así logró su primera traducción: Todos los nombres.

De ahí en adelante siguió traduciendo todas las novelas que el Nobel escribió: El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez, La caverna y Caín, entre otros.

Tenían la siguiente forma de trabajo: Saramago escribía dos cuartillas diarias (nunca se pasaba de esa medida) y las dejaba sobre la mesa de Pilar. Ella las leía, las releía y las traducía. Al día siguiente, Saramago corregía, y ella corregía.

De esa manera, el libro iba naciendo al mismo tiempo en portugués y en español. Era una responsabilidad que a ella le daba temor. “Tenía la conciencia de que traducía a un ser genial, y de que yo no lo era”, dice Pilar

Nunca interfirió en el argumento de un libro ni le comentó lo que podía pasar o no pasar con algún personaje. “Jamás”. Sí le hizo un par de observaciones para dos de sus novelas.

La primera, en el manuscrito de Todos los nombres, en el que Saramago había puesto a funcionar un contestador automático en una casa donde no había luz (y para convencerlo de que eso no se podía, Pilar debió demostrárselo quitando la luz de su casa en Lanzarote, donde vivían).

Y la segunda, cuando, luego de hablar con ella, él cambió la última palabra de La caverna: quitó ‘billete’ y puso ‘entrada’. “¡Mi gran aportación se reduce a eso!

Soy consciente de mis limitaciones ante la obra de Saramago”, dice Pilar y lo dice así: Saramago. Si bien en casa era solo José, hacia afuera se trata de Saramago. Porque habla la traductora.

Su nombre, Pilar, es cercano para quien haya tomado entre sus manos un libro del Nobel portugués. Ahí está siempre, en la primera hoja. Desde que unieron sus vidas, las obras de Saramago estuvieron dedicadas a su esposa (se casaron en 1988; dos matrimonios previos él; uno, ella).

Algunas dedicatorias dicen:

«A Pilar, que todavía no había nacido, y tanto tardó en llegar».

«A Pilar, que no dejó que yo muriera»

«A Pilar, mi casa».

Ella le pedía que no se las mostrara hasta que hubiera terminado su trabajo porque podía paralizarse. “Cuando me decía ‘tengo la dedicatoria’, yo me moría de horror. Aún hoy me las salto”, dice.

Nunca escribieron a cuatro manos, pero sí tenían una ida y vuelta epistolar. Se escribían cartas, cientos, que dejaban en un depósito de confianza en su casa. “Era un juego divertido –agrega–, del que no te diré muchos detalles, pero nos entretenía ir a mirar qué había dejado uno y cómo le respondía el otro.” Cartas que, claro, no se publicarán.

José Saramago murió en junio del 2010. Tenía 87 años. La separación. Era algo de lo que José y Pilar habían hablado. “Nos encontraremos en otro sitio”, decía él cuando le planteaban el tema de tener que dejarla por cualquier razón. Su muerte. “No suelo hablar de esto, ¿sabes? Pero nosotros intentamos prepararnos juntos.

Teníamos claro que iba pasar”, cuenta Pilar El escritor dijo: – ¿Que un día acabará? Ya sabemos que sí. Ahora, no quisiera estar en la piel de Pilar cuando yo desaparezca. (…) De todas maneras, vamos a estar cerca el uno del otro. Siguen así. Juntos.

Pilar del Río se hizo ciudadana portuguesa después de la muerte de Saramago y vive entre Lisboa –ciudad en la que funciona la fundación que lleva el nombre del escritor y a la que ella se dedica día y noche– y Lanzarote, la isla que habitaron durante años.

Las cenizas del escritor están en las raíces de un olivo centenario que llevaron desde su aldea natal (Azinhaga) y su epitafio es la última frase de Memorial del convento: “Y no subió al cielo porque a la tierra pertenecía”.

A Pilar no le gusta que la llamen viuda de Saramago. Es su esposa. En presente. Lo que le quede de vida, dice, seguirá dedicándolo a la obra de este autor, al que fue a buscar un día, a las cuatro de la tarde.

(Adaptado de El Tiempo)
doktormontiel@gmail.com

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