De pertenencias y extrañezas

Esto lo escribí cinco años después de que mis hijas llegaran a Estados Unidos, luego de cuatro largos inviernos separados por decisión del gobierno cubano. En 2015 fue que, insertadas ya en el idioma y adaptadas a su nueva realidad, llegaron a contarme todo lo que sufrieron en sus primeras escuelas de Los Ángeles por ser “diferentes”, por hablar el español de otra forma. Tiempo después, un colega mexicano que se mudó de Los Ángeles a Miami me contó que a su chico le pasó lo mismo. Todos hablan de ser compasivo con los inmigrantes que vienen huyendo de gobiernos fallidos y corruptos, pero poco se habla del bullying y la discriminación –a veces de los propios maestros- que sufren nuestros hijos con el cambio de escenario. La compasión empieza por enseñarles a nuestros hijos a no ser indiferentes.

EXTRAÑITA

—Tú no eres Raza. Tienes la piel clara, hablas diferente y no te gustan las naranjas con chile— le dicen, y ella aguanta un puchero—. Te miras extrañita.

La niña se aparta del grupo y va a sentarse debajo de un árbol frondoso, en la esquinita más apartada del patio, mientras ve a los otros niños corretear y disfrutar del receso. Siempre se esconde en ese rincón para sacar su almuerzo. Le da pena que la vean y le repitan que es «extrañita» porque también lleva «comidas raritas», no comida de la Raza. Tendrá que preguntarle a mamá que significan esas palabras: Raza y Extrañita.

Temerosa, mira a todos lados antes de sacar el emparedado de su loncherita rosada. Esta vez mamá le puso su sandwich preferido, pan con croquetas, mayonesa y tomates rojos. Se lo come a escondidas para que no se burlen de ella, como el primer día que asistió a clases. La escuela le gusta. Las aulas son lindas y los pupitres y libros son nuevos. Le gusta aprender ese idioma de las películas para leer esos libros de muchos colores de la biblioteca y entender los animados de la tele.

A punto de darle un mordisco al pan mira a su derecha y ve a Guo, parado donde siempre, con la mirada triste mirando a la calle y a los carros que pasan. Desde que también los otros niños se burlaron de su comida ya no trae almuerzo a la escuela. Se la pasa toda la clase dormitando y la niña piensa que duerme porque tiene hambre. A él también le llaman «extrañito». Ellos son los nuevos, los recién llegados.

Ella lo llama y el muchacho se asusta, pero ve que es la niña nueva que se sienta a su lado, la de las trencitas y los ojos negros. Él se acerca y sonríe con timidez. La niña parte en dos el pan y le da una mitad. El niño duda, pero termina agarrándolo, le da una pequeña mordida, dice algo en un idioma que a la niña le parece cómico y se ríe. El chico también ríe. Ella habla en español y él en coreano, porque el inglés no les alcanza para compartir ideas. Se entienden con la mirada.

— ¿Por qué somos extrañitos tú y yo? —pregunta ella a su amigo, con ese acento de susurro de palmeras y mares lejanos.

Ella le habla de los amigos que dejó atrás y de los dulces ricos que le prepara su mamá. Él le responde y en el enredo de palabras distintas se cuela una que la niña caza con alegría: mom. La única que ambos conocen del nuevo idioma. Ella asiente con la cabeza. Como Guo, también extraña a su mamá. De alguna forma ambos comprenden que las mamás son las piedras a las que se aferran los niños mientras van creciendo. Ella dice algo y señala a la maestra. El chico asiente, da otra mordida a su pan y sonríe.

Cuando regresa a casa, la niña se sienta a hacer sus deberes. Mientras, ve en la tele como otros niños que hablan en esa lengua que parece un canto, juegan y se divierten despreocupados y sin que nadie les diga extrañitos. Un hombre canoso y de traje negro habla con el mismo tono cantarín que sus compañeritos de escuela. Dice que son niños latinos que sufren porque los van a separar de sus padres y a sacar de las escuelas. Asegura que otro hombre malo es el culpable porque va a construir un muro para separar a la Raza.

Ella no comprende. Solo ve que los niños de la tele juegan y ríen, como los de su aula. En la escuela no hay muros, pero ella se pondría muy triste si a sus compañeritos los separaran de sus padres, como la separaron a ella del suyo. Si la van a separar de nuevo ya no quiere ser raza. Nada más quiere ser una niña que salta al cuello de su papá cuando llega del trabajo.

El hombre del traje negro sigue hablando, pero ella no le escucha. Termina la tarea y va a la cocina a pedirle a Mom que mañana le ponga un pan más grande para compartirlo con Guo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

REVISTA VITRAL

VITRAL WEB ESTÁ EN LA RED DESDE EL 22 DE FEBRERO DE 1999, CÁTEDRA DE SAN PEDRO

Mostrar Botones
Ocultar Botones
Scroll al inicio