Por: Gustavo J. Magdalena, sm
Aunque en este 2024 el foco de la Iglesia se dirige hacia la segunda parte del Sínodo sobre la Sinodalidad de octubre, el Papa Francisco no ha dejado de reflexionar y enseñarnos sobre educación.
En mayo pasado, el Papa recordó que “la verdadera educación es acompañar a los jóvenes a que descubran en el servicio a los demás y en el rigor académico, la construcción del bien común” (A la Comisión Internacional del Apostolado Educativo de la Compañía de Jesús, 24 de mayo de 2024). En esta frase aparecen dos verbos fundamentales para el proceso educativo: ACOMPAÑAR y DESCUBRIR, colocados como acciones imprescindibles para profesores y estudiantes.
Según Francisco, los educadores debemos, sobre todo, acompañar a nuestros estudiantes, a esas personas que nos fueron confiadas para ayudarlos a crecer. Hay que saber acompañar: a veces con las palabras, otras con gestos, también en silencio, siempre estando. Una compañía activa, respetuosa, estimulante, cercana. Una tarea que requiere de alta sensibilidad, fina experiencia y fuerte personalización, pues cada niño, adolescente o joven necesita su forma específica de ser acompañado. Los educadores acompañamos la vida para ayudar a nuestros estudiantes a descubrir el mundo. Siempre recuerdo las palabras de Albert Camus cuando describió a su maestro del último año de primaria, en la escuela de Argel:
“En la clase del señor Germain por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del señor Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo.” (Camus, El primer hombre).
La gran tarea del estudiante es descubrir, abrirse a lo que no conoce, a la gran e inconmensurable maravilla de la Creación. Descubrir requiere curiosidad, asombro, deseo. Ojalá que nuestras escuelas lo potencien, que nuestras clases y actividades sean siempre ocasiones para estimular el descubrimiento de lo bueno, lo bello y lo verdadero. Pero el Papa da un paso más, no se queda en una consigna teórica, sino que vincula ese descubrir educativo con dos frutos concretos: el servicio a los demás y el rigor académico. Descubrir el servicio y el rigor del conocimiento nos recuerda que el mayor objetivo de la educación es ayudar a encontrar sentido a lo que hacemos y, especialmente, a lo que somos, a la vida misma.
Una escuela, un colegio, un instituto, una universidad no son solo productores de certificaciones en serie. Nuestras asignaturas no son un fin en sí mismas, sino vehículos para comprender las diversas facetas de la realidad. El rigor académico que menciona el Papa es sinónimo de conocimientos actualizados, críticas acertadas, confrontación permanente con la realidad, saber hacer y hacerse preguntas, búsqueda permanente de la verdad. Así, el rigor académico, nuestro saber a compartir, nos permite enfrentar mejor los problemas de todos los días y de todos los tiempos, lo que Edgar Morin llama “la complejidad de la vida”. Cuando los profesores absolutizamos o colocamos en el centro el valor de nuestra disciplina, perdemos el norte, nuestro para qué estamos, se diluye nuestra energía, nos volvemos rutinarios y poco relevantes. En el centro, siempre, deben estar las personas de nuestros estudiantes.
Junto con el necesario rigor académico, Francisco también señala que los estudiantes deben descubrir, gracias al proceso educativo, el valor del servicio a los demás. En su propuesta de Pacto Educativo Global, sueña con “una educación que los lleve a descubrir la verdadera plenitud de la vida, cuando se emplean los dones y habilidades personales en colaboración con otros, para la construcción de una sociedad y un mundo más humanos y fraternos”. Así podremos pasar del “yo” (el egocentrismo, la meritocracia, etc.) al “nosotros”, a caminar con otros para poder construir el bien común. Un nosotros que supone aprender a cultivar relaciones personales sanas, desarrollar la sensibilidad ante el dolor del prójimo, colaborar en el crecimiento de mi curso y de mi comunidad escolar, aprender y valorar, ser parte de un pueblo.
Que en este curso escolar seamos profesores que acompañamos a nuestros estudiantes para ayudarlos a descubrir el sentido de sus vidas.
Que el rigor académico no sea un fin en sí mismo para dotarnos de “prestigio” y satisfacer nuestro ego, sino un camino sólido para la comprensión profunda de la realidad de nuestro país y de nuestro mundo.
Que ayudemos a hacer crecer, en nuestros estudiantes y comunidades escolares, el servicio generoso, la mirada atenta e inclusiva, la fraternidad.
Porque, como dijo el Papa en mayo pasado, “una educación de calidad se define por sus resultados humanizantes y no por los resultados económicos” y solo con esos verdaderos frutos podremos colaborar en la construcción de un país mejor.